Miles de páginas se han escrito a lo largo de la historia bimilenaria de la Iglesia, explicando los fundamentos y argumentos de la Fe, desde la perspectiva de la razón. Una y otra vez se ha podido mostrar que esta Fe nuestra no está en contradicción con la razón humana, sino que la ilumina y le permite superar la limitación de la misma razón, que por ser humana es natural, siendo que la Fe es sobrenatural (está sobre la naturaleza). Nuestra Fe no es irracional. Pero como es sobrenatural, la razón no la explica, ni tampoco la contradice. Y desde luego, mediante la razón se puede fortalecer la Fe, en aquellos que necesitan de argumentos como principio operativo de su actuar en el mundo.
Ha sido ese mismo carácter sobrenatural el que han usado los enemigos de la Iglesia para atacarla y tacharla de “superstición” que no aguanta el rigor de la razón porque se basa en cosas que el ser humano no puede por sus propios medios conocer, para, desde ahí, imponerle su yugo obligándolo a aceptar lo que la razón no puede ver. Y sin embargo, San Agustín, otrora campeón de los “intelectuales” que atacaban a la Iglesia por la debilidad de sus argumentos, pudo constatar y escribir una vez convertido: “A quien cree en aquello que no ve, Dios le da la gracia de ver aquello en lo que cree”.
Mis reflexiones están encaminadas a seguir esa huella de quienes se esforzaron por mostrar que Fe y Razón son dos caras de la misma moneda. Sin embargo, esta exégesis solo ayuda a quienes tienen puesto su corazón en la fuente de la sabiduría, y están dispuestos a bajar las armas de sus razonamientos ante la verdad desnuda iluminada por la Fe. No es ese sin embargo el camino de la mayoría de quienes se han acercado al cristianismo y se han decidido seguirlo hasta las últimas consecuencias. Cristo no escribió un sesudo tratado teológico en su paso por la Tierra. No es por la cabeza por donde quiere convencernos, sino por el corazón. Más conversiones ha habido por la predicación de Cristo y sobre todo por su muerte en la cruz que por los escritos de los teólogos, que sin embargo tienen nuestro agradecimiento por querer ayudarnos a meter a Dios dentro de nuestros pobres límites humanos.
El más conocido y grande de todos ellos, Santo Tomás de Aquino, dejó inconclusa su obra más reputada – la Summa Theologica – cuando el Señor le mostró un poco de su gloria mientras celebraba la Eucaristía. Allí dejó de escribir, después de comentar a su desolado secretario: “todo lo que he escrito es paja y menos que paja al lado de lo que he visto”. San Pablo mismo, tal vez el primer campeón de la exégesis y la teología, brillante en su oratoria y en sus argumentaciones, nos escribe doce siglos antes: “ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por mente humana alguna lo que Dios tiene preparado para los que lo aman”.
Así pues, todo lo que escribamos para alimentar nuestra razón es solo para decirle a esa razón que la Fe también usa la lógica como herramienta, y que la razón nunca puede ser obstáculo para la Fe, porque apunta esencialmente al alma, no al cerebro. Apunta al Amor. Cuando amamos con un amor humano a una criatura humana ¿acaso hacemos sesudas argumentaciones acerca de lo “racional” de nuestro sentimiento? ¡Que estúpidos somos! Sin embargo, “exigimos” que el Amor a Dios y de Dios esté pasado por todos los filtros de la lógica y la razón para darlo por auténtico. ¿y qué lógica puede haber en un Ser que tanto nos ama que muere en la cruz por nosotros?
Eso es lo que nos complica: que el Amor de Dios nos compromete, y no queremos compromisos. Entonces, recurrimos al absurdo e infantil recurso de “pedir pruebas”. Claro, si nos vamos a comprometer, queremos saber cual es el juego. Saber si es que nos estamos tirando a la piscina vacía o con agua. ¡que necios! Nuestro compromiso, al igual que frente a una criatura amada, es de amor, no de pensamiento. Amor que abarca todo, nos compromete a todo. Tal vez nuestra resistencia estriba en que se nos pide un amor total a un ser al que no podemos ver, que no podemos tocar, que no podemos escuchar. Y como somos seres corporales, necesitamos el consuelo de lo corporal.
Y es ahí donde viene San Agustín con su frase. El pasó por el proceso completo. Sabe de que se trata el juego. ¿quieres ver? ¿quieres oír? ¿quieres tocar? ¡Cree! Y Dios, que te creó con cuerpo y alma, te dará la gracia de que lo puedas ver, oír y tocar, aunque no sean experiencias sensitivas, sino espirituales.
¡Qué! ¿Desprecias las “experiencias espirituales” porque no son sensitivas? Entonces, ¿a qué juego quieres jugar? ¿al de los sentidos? Pero bien sabe Dios que ese juego es veleidoso, engañoso, fácil de caer en la mentira. ¡Los sentidos nos engañan tantas veces! ¡Y los sentimientos también! No fueron los sentidos ni los sentimientos los que hicieron exclamar a Santo Tomás de Aquino que todo valía paja y menos que paja al lado de lo que vio. ¿Qué crees, que Santo Tomás estaba desvariando? ¡Si es el mismo autor de la mayor obra teológica y filosófica de la literatura! Tampoco San Pablo estaba pensando en sentimientos ni sentidos cuando dijo su frase acerca de lo que Dios tiene preparado a los que le aman. Sin embargo, en ambos casos, hablan con términos sensibles. Hablan de ver, oír, pensar, sentir. Es que han cruzado la raya. Creyeron, y Dios les dio el don de ver, oír, pensar, sentir. Pero de una forma plena, muy por encima del normal ver, oír, pensar o sentir. Es que cuando es el espíritu el que da forma a las cosas, éstas adquieren otra forma, más plena, más grande, para la cual las solas palabras son un pobrísimo recurso de explicación.
Entonces, ¿cuál es el juego que quieres jugar? ¿qué tan grande es tu deseo de eternidad? Dios te lo dice: tu deseo de eternidad es... eterno. Aunque no lo sepas. Aunque no lo creas. Aunque no lo admitas. Otra vez San Agustín: “nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Ti”. ¿ves? De nuevo lo sensible y lo sentimental (corazón, inquietud, descanso) son el fruto, y no el fin ni el medio, del Amor de Dios y del Amor a Dios. No buscan el sentimiento para sí, sino que lo encuentran a través de Dios. Mucho más entero, pleno, maduro. Lo encuentran como verdaderamente es, como ha sido querido por Dios. Y entonces, claro, los “sentimientos” y “sensibilidades” a lo humano son paja y menos que paja. No es que se hagan “malos” o “despreciables”. No es que los rechacemos porque nos creemos seres “puros”. Simplemente, no son competencia frente al Amor con mayúscula, que no excluye al amor “a lo humano”, más bien al contrario, lo incorpora al “Amor a lo divino”: la plenitud del Amor, que es la plenitud del hombre, hecho para amar y para encontrar la plenitud de la felicidad en el Amor. Y dime: ¿acaso en lo más profundo de tu ser no hay un anhelo inmenso por ser realmente feliz, y ese anhelo acaso no está insatisfecho? Piénsalo. Se franco contigo mismo. Y se consecuente con tus conclusiones. Si no, nunca serás feliz.
Dios nos invita por ello al Amor, con mayúscula. También nos da, para quienes lo necesitemos, la lógica, las argumentaciones, las razones. Pero al final del camino, está siempre el Amor, con mayúscula. Y una vez encontrado, esos “sentimientos” y “sensibilidades” humanas se divinizan, y amamos a los demás como Dios quiere que los amemos. Nuestros amores terrenos –que tanto tememos perder- adquieren una nueva dimensión. Ahora, verdaderamente son. Nos damos cuenta entonces que antes no los queríamos por sí mismos, sino por nosotros, por nuestra sensualidad, nuestro egoísmo, nuestros apegos. Incluso, el amor a la sabiduría, el amor al conocimiento del bien y del mal, el gusto por la lógica y la razón. No los buscábamos a ellos, sino a nosotros mismos, seres finitos que nunca podremos saciar la sed de infinito que llevamos dentro.
Como dice Santa Teresa: Quién a Dios tiene / Nada le falta / Solo Dios basta
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