En el Cristianismo hay yugo, pero no servilismo, sino Amor (Venid a Mi todos los que estáis fatigados y cargados, que Yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de Mi, que soy manso y humilde de corazón, y hallareis descanso para vuestras almas, porque mi yugo es suave y mi carga ligera - Mt. XI, 28-30).
En el Cristianismo hay Cruz, pero no tristeza. Seguir a Cristo es camino de sufrimiento, pero no de infelicidad ( El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame - Mt. XVI, 14). Todo lo contrario: es camino de felicidad. Sin embargo, esta doctrina es escándalo para nuestros oídos, que huyen del sacrificio, y corren detrás de "paraísos terrenales" que no existen, reminiscencias de aquel que sentimos que tuvimos un día y lo perdimos.
La gran paradoja del cristianismo sigue siendo, después de 20 siglos, que el dolor es parte importante de la vida. No somos masoquistas, no buscamos el sufrimiento por el gusto de sufrir, o por querer provocar la lástima de otros, que es una forma sofisticada y tonta de egoísmo. El punto está en acompañar a Cristo en la Cruz y con El sufrir por redimir al mundo del pecado: "Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col. I, 24).
Por nuestras propias fuerzas no podríamos vivir esta doctrina, porque repugna a nuestro egoísmo (sufrir por los demás, cuando a veces ni siquiera estamos dispuestos a sufrir por nosotros mismos... pero no nos importa que los demás sufran por nosotros: efectos del pecado original), e incluso nos parece que carece de sentido común: se nos asemeja como una suerte de masoquismo inútil, o por lo menos, un estoicismo sin sentido. Al hombre caído por el pecado original le es muy difícil entender esta doctrina. Y más difícil si vive en una cultura materialista y hedonista, en la que la búsqueda del propio placer es lo que parece mover exclusivamente a las personas. Seguir a Cristo, rezar, mortificarse, parecen actitudes sacadas de una época oscurantista, felizmente superada.
¡Qué gran mentira! Como todo lo que viene del Diablo, Padre de la mentira. La promesa oculta en la cultura hedonista es que se puede vencer el dolor y el sufrimiento por la búsqueda del placer y de la felicidad en la posesión de las cosas y de las personas, rebajadas al nivel de cosas. El dinero hace la felicidad, el placer hace la felicidad, todo lo demás es feo, y en la medida que se tenga dinero y placer, no habrá sufrimiento. Deja de existir, "por decreto". Estúpidos: ¿Qué dinero ni qué placer pueden evitar la enfermedad mortal? ¿Qué fortuna se puede considerar eterna a prueba de todo? ¿Qué dinero puede comprar la vida eterna?
La Sociedad hedonista - vilipendiada por todos, pero vivida como fin por la mayoría de los que viven en las economías modernas - es menos solidaria, resuelve menos los problemas del hombre de hoy, resultando en que el hombre acaba siendo el lobo del hombre. Y nadie se escapa del sufrimiento ocasionado por el mismo egoísmo del hombre.
Pero se dirá que de aceptar el sufrimiento como la parte negativa de la condición humana a considerarlo como un Tesoro hay una diferencia muy grande. "De acuerdo", nos dirán. "El sufrimiento es parte de la vida del hombre. Pero es algo que se debe evitar a toda costa (y eso nadie lo discute) y por lo tanto, no puede ser algo querido ni deseado ni menos fuente de felicidad. Se equivocó Cristo cuando puso la cruz de cada día como el camino a la felicidad".
Aparte de los contra argumentos que se pueden dar a ese planteamiento, hay algo muy contundente: el testimonio de la vida de los santos. Todos tienen un denominador común: les tocó sufrir mucho en vida - algunos, pagaron su seguimiento a Cristo con la vida - y sin embargo, fueron felices. No fueron personas amargadas, aplastadas por el peso del sufrimiento, o que basaran su felicidad en una especie de "auto terapia" que se fundamentara en un resarcimiento de todo ese sufrimiento en una vida futura, como diciendo "yo lo paso mal ahora, y ustedes bien, pero después de esta vida, seré yo quien lo pase bien, y ustedes, mal". Quien así piensa, no gasta su vida en favor de los demás.
Es el Espíritu Santo santificador quien nos ayuda y permite vivir la doctrina del sufrimiento cristiano, si somos dóciles a sus inspiraciones.
“Vosotros, que vivís bajo la prueba; que os enfrentáis con el problema de la limitación, del dolor y de la soledad interior: no dejéis de dar un sentido a esa situación. En la Cruz de Cristo; en la unión redentora con El; en el aparente fracaso del hombre justo que sufre y que con su sacrificio salva a la humanidad; en el valor de eternidad de ese sufrimiento está la respuesta” (J. Pablo II, Santo Rosario, 4° Misterio doloroso”)
¡Que profundas las palabras del Papa! Lleva el sufrimiento a la categoría de poema, central en nuestra vivencia religiosa, en nuestra identificación con Cristo. Encierra el mayor misterio en la búsqueda de sentido en la vida: la paradójica identificación del dolor con la Redención, y de la felicidad como su mayor fruto.
El encuentro más cercano con Cristo es en el sufrimiento, siendo el sufrimiento condición para encontrar a Cristo, y padecer con El, convirtiendo nuestro sufrimiento en co-redención, que nos asocia a su obra de restaurar la creación, y ganar la vida eterna. La felicidad es el resultado de esa lucha por acompañar a Cristo en la cruz de cada día, persuadidos de que el premio es una corona incorruptible, la vida eterna. La felicidad viene como consecuencia de nuestro amor a El, materializado en asumir el sufrimiento como camino de cruz, que no solo nos salva a nosotros, sino a la humanidad. Es el más grande ideal, que llena de sentido nuestra vida. Tiene todos los componentes de heroísmo que atrae, porque salvamos a la humanidad con nuestro sufrimiento y con nuestro esfuerzo por hacer un mundo mejor, según las enseñanzas del Maestro.
El sufrimiento, las tribulaciones y las contrariedades son además un estímulo para hacer algo que a veces cuesta mucho y que es esencial en nuestro camino: la oración. “Hágase Tu Voluntad en la Tierra como en el Cielo” le decimos a nuestro Padre. Le pedimos que, así como se cumple su Voluntad en el Cielo, se cumpla también en la Tierra. Aceptamos su Voluntad, aunque pedimos de El todo lo que necesitamos: quererle, vivir su Reino – o sea, vivir las enseñanzas de Cristo – el pan de cada día, el perdón por nuestras faltas y la humildad para perdonar a los que nos ofenden, el que no nos deje caer en el pecado – no pedimos que no haya tentación, que es inevitable por la naturaleza caída del hombre, sino que salgamos victoriosos de todas las batallas contra la tentación.
Puede ser que nos escandalice la existencia de sufrimientos inhumanos en el mundo. “Si eres Dios, ¿Cómo dejas que haya personas que te invocan y que mueren de hambre? ¿o que te invocan y no tienen trabajo? ¿no dijiste ‘todo lo que pidierais en mi nombre se os concederá?’ Pues bien, el hecho de que quienes te rezan, igualmente sufren, demuestra que tus palabras no se cumplen”.
Ahí hay varias contradicciones. Para evitar la confusión, hay que distinguir, como decía Santo Tomás de Aquino.
Primero, Dios nos dejó un mandamiento de caridad, para todo el mundo. ¿Te has parado a pensar cómo sería ese sufrimiento que tanto denuncias si todos los bautizados vivieran realmente su Fe? ¿Te das cuenta lo que podría ser este mundo si más de mil millones de personas se esforzaran de verdad por ayudar a sus semejantes? No, lo que pasa no es “culpa” de Dios, ni siquiera su responsabilidad. Dios no ha fallado. Hemos fallado los cristianos, que no vivimos de acuerdo a nuestra Fe, que no escuchamos ni ponemos por obra lo que nos dice el Papa, que no somos almas de oración y eucarísticas. Así, más bien, esa realidad – que lo es – debería movernos a mirar hacia adentro, no hacia arriba, y preguntarnos ¿Qué tan bien vivo yo mi Fe? Para que halla mil millones de cristianos viviendo su Fe, partamos por uno: yo mismo.
Segundo, y siguiendo el mismo curso de pensamiento, Dios nos pide a nosotros, los cristianos, que nos encarguemos de ayudar a nuestros hermanos. Nos ha dado la Tierra en heredad, nos ha dado la Gracia Santificante, nos ha dado su magisterio a través de la Iglesia, nos ha dado los sacramentos, nos ha abierto los caminos divinos de la Tierra, para que pongamos todas las cosas a los pies de Cristo. Echarle en falta que El no resuelva lo que nos ha encargado a nosotros resolver es, a lo menos, ser inconsecuente y “caradura”. Y la solución es la misma que apuntamos arriba: vivir yo intensamente mi Fe, preocupándome de mi formación espiritual, esforzándome por ser alma de oración que busca honestamente la inspiración del Espíritu, para enfrentar con espíritu cristiano las realidades cotidianas. Y aplicarme a eso concreto.
Si me indigna el sufrimiento de los demás, muy bien: ese sentimiento lo pone Dios. Pero lo pone para que yo actúe, no para que “alguien haga algo”. No nos pide que resolvamos los problemas del mundo. Eso es lo que nos quiere hacer creer el demonio, para desanimarnos: que Dios nos pide imposibles. Lo que nos pide es que ayudemos en concreto a los que sufren, y le encontremos a El en los que sufren. Y eso es esencial para que podamos superar a nuestro peor enemigo: nuestro egoísmo, nuestro orgullo, nuestra soberbia. En contacto con quien sufre, en la com – pasión (“padecer con”), en escucharle, sonreírle, y ayudarle materialmente si podemos, está la solución de los problemas de sufrimientos en el mundo, si todos nos esforzamos por hacerlo. Pero no esperemos a que “otro” empiece: si yo lo hago, mi ejemplo moverá a otros, y éstos a otros, y con la ayuda de Dios, haremos mil veces más que sentándonos a “protestar” sobre “por qué Dios hace tan mal las cosas y permite tantos sufrimientos”
Así pues, el sufrimiento propio y el ajeno no son ajenos – valga la redundancia – a nuestra salvación, a nuestra felicidad, a nuestro aporte a que este mundo sea mejor. Tomar la Cruz de cada día unidos a Cristo por la oración y los sacramentos es lo que nos gana la vida eterna, pero además nos hace más fuertes, mejor persona, felices desde adentro.
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